Imaginadla como un gran sol luminoso, brillante y anaranjado. Eso es ella, este gran sol que reluce durante todo el día. Su forma de escribir es un fogonazo que te deslumbra, te deja ciego por un momento, destellos de luz que centellean ante tu mirada, ya cautiva.
Hablo de Lucia Berlin. Estoy segura de que habéis leído o escuchado algo de ella (con esto quedé prendada), porque es verdad que su libro, recién publicado en español, con prólogo de Lydia Davis, ha corrido como la pólvora. No es para menos: estamos ante una colección de cuentos— prácticamente lo único que escribió y fue publicado— porque no fue una escritora profesional: Berlin tuvo mil oficios, varios maridos, cuatro hijos y una vida llena de cosas para contar.
Lucia no hizo grandes cosas en vida, no fue famosa, no era una escritora reconocida y, ahora que lo pienso, quizás de ahí viene su grandeza: no fue una persona interesada, no tenía contactos, no se dejaba llevar… Simplemente, hacía lo que más le gustaba cuando la vida “le dejaba”, porque a lo que dedicó más energía durante su existencia fue a VIVIR.
Su escritura es fluida y cercana, verdadera porque mezcla toda su existencia en esas pequeñas historias que conforman este volumen: sus matrimonios, el alcoholismo, su infancia en Santiago de Chile, la enfermedad de su hermana, el trabajo en un hospital, la predilección por México…
Ese enorme sol que representa a Lucia Berlin está en esta tortilla con flor de calabacín y tomates*, hecha expresamente para ella. Un sol que nos invita a vivir, a pesar de las tristezas, a pesar de los problemas, riéndonos de nuestras desgracias y penas. Eso es Lucia Berlin: la alegría de vivir. Brindemos por ella, por el tiempo que nos queda: ¿Quién pone la bebida?
*La receta de la tortilla la he tomado de Mi primera comida vegetariana, de Alice Hart, aquí en versión “mini”.