París no se acaba nunca. He estado muchas veces en la ciudad, pero siempre regreso con más ganas de volver. Sus calles, sus museos, sus restaurantes, los cafés, sus tiendas, el aire que corre por sus avenidas, incluso su lluvia…todo me atrae y me despierta. En este siempre penúltimo viaje la fotografía ha ocupado la mayor parte de mis días, pues se celebraba Paris Photo: una feria internacional de fotografía, que reúne a lo mejorcito de este mundo. Claro que no sólo se celebra la feria en el Grand Palais, también la ciudad se llena de exposiciones temporales en la Maison Européenne de la Photoographie, la Fundación Cartier Bresson, Photo Saint Germain, y en otros lugares a los que me encanta llegar después de perderme.
Henry Callahan y Louis Faurer han sido los protagonistas, con sendas exposiciones en dos de esos lugares. Los dos fotógrafos trabajaban en blanco y negro; el primero, con grandes contrastes de luz. Callahan exponía las altas luces y, de esa forma el contraste que causaba era maravilloso y llamativo, como se puede ver en algunas de sus imágenes. Faurer trabajaba más con el interior, los sentimientos, con la honestidad de lo que ve, con la melancolía callejera. Con pocos elementos de color—con los más simples—obtienen resultados formidables: la sencillez es realmente difícil de conseguir.
La vuelta de París siempre es dura, quizás esta lo sea un poco más, quizás todo lo que he visto anticipaba algo del futuro; pero a veces tengo la sensación de que no es sólo París, sino que toda vuelta es dura, pues a cada uno nos toca experimentar nuestra propia Odisea con sus monstruos y sus hechizos. Como las fotos de esta receta, oscuras, con algún contraste de luz llamativo pero con un predominante gris oscuro que habla por sí solo. Curiosamente, la zona iluminada, por supuesto, es la de la sopa de cebolla, porque nos da calor en estos días de frío, porque nos acoge y nos calienta. Quizás una sopa de cebolla, tan de tiempos del hambre, nos parezca hoy demasiado simple, demasiado sencilla; pero esta sencillez también es realmente difícil de alcanzar, pues hacer que lo poco sea mucho es casi un milagro, como esa ciudad, que no se acaba nunca—preguntádselo, si no, a Vila-Matas — y nos espera cada vez que volvemos a ella.