Una idea, una imagen, un pensamiento pueden ser recurrentes, permanentes y llegar a dominarnos, tanto que se convierte en una obsesión. Hablamos de una idea fija que casi no nos deja ver otra cosa. Eso es lo que le pasaba a Hokusai con el monte Fuji o, por poner otro ejemplo artístico, a Cézanne con la montaña de Sainte-Victoire; pero también es lo que me pasa a mí con las cerezas y algunas cosas más; seguro que todos podemos nombrar unas pocas obsesiones.
Hokusai inmortalizó el monte Fuji en numerosas ocasiones, en primer lugar, en las Treinta y seis vistas del monte Fuji y más adelante con las Cien vistas del monte Fuji. De la primera serie es mundialmente conocida la Gran ola de Kanagawa, un grabado hecho con la técnica ukiyo-e (pinturas del mundo flotante), estampa japonesa hecha mediante xilografía, es decir, con plancha de madera (curiosamente solía utilizarse la madera de cerezo para esto); que tuvo su máximo auge en la etapa Edo. La imagen que hoy os propongo une el monte Fuji con los cerezos, un sueño hecho realidad por el artista japonés.
Recuerdo a mi profesor de Historia del Arte del Extremo Oriente, Fernando García Gutiérrez, y su extrema sensibilidad a la hora de hablar sobre el arte japonés. Nos advertía sobre cómo el arte japonés toma los elementos esenciales de la belleza que encuentran en la naturaleza (no copiarlos, como han hecho habitualmente los occidentales), sobre su modo abstracto y simplificado de representarla.
Eso trato de hacer siempre y eso he intentado traeros hoy a este espacio, la delicadeza de lo sencillo y lo imperfecto. ¿Quién sabe? Igual os esperan treinta y seis recetas con cereza.