En la entrada anterior a ésta—la despedida antes de vacaciones—os invitaba a entrar: el agua estaba buena y merecía la pena sumergirse en ella.
Hoy, con este nuevo post, también os invito a entrar, aunque quizás el agua no está tan buena: más bien un poco revuelta, pero merece la pena adentrarse.
La ola, La gran ola de Kanagawa nos arrastra, nos lleva con ella, incluso puede que nos volquee, que nos cueste un tiempo recuperar esa otra realidad; pero será bueno porque veremos la vida con otros ojos y, tal vez, tengamos el arrojo de arriesgarnos.
La gran ola de Kanagawa es un grabado que pertenece a la serie de Hokusai llamada Treinta y seis visiones del monte Fuji. La estampa del autor especialista en ukiyo-e fue realizada alrededor 1830 y llegó a Europa unos años después (se realizaron miles de copias con el mismo molde). Siempre me he sentido hipnotizada por esta lámina pues cada vez que la observas, descubres algo diferente: su forma de garra, el monte Fuji a lo lejos, la segunda ola, el cielo oscuro rodeando el monte, y las tres barcazas llenas de pescadores. ¿No os apetece sumergiros?
La obra es una de las imágenes sagradas de Japón: está por todos lados; pero Japón es eso y otras muchas cosas, entre las que como un haz de luz se nos da la flor del cerezo. En la receta de hoy están,como ingrediente estrella, estas preciosas y delicadas flores. Le dan un toque sutil y levemente colorido a este bizcocho en el que apetece sumergirse tanto como en la cultura japonesa y en el grabado de Hokusai.
Espero que lo disfrutéis. Feliz regreso y dichoso comienzo.