Algunos libros que me gustan.
Todo empezó una tarde de verano con El diario de Ana Frank, cuando tenía doce años, y ya no pude parar. Fue una siesta sofocante en la que me dejé llevar por el relato estremecedor de una niña casi de mi edad. El libro, dedicado por mi tío, es una de las joyas de mi biblioteca, también de mi memoria. En ella guardo algunos de estos tesoros que han conformado mi vida y mi historia; por ellos, soy quien soy y me reconozco.
Algunos libros es el título de una de las últimas novedades de Alpha Decay, una recopilación de las charlas que daba E. M. Forster en la BBC, con recomendaciones sobre algunas de las obras que más le gustaban. Valgame el cielo si intento imitar lo que hizo el autor de Una habitación con vistas; pero la lectura de este volumen, me ha hecho pensar y comprender que puedo entenderme mejor si presto atención a mi «historial libresco». Como él, tampoco pretendo hacer crítica de nada, más bien expresar la pasión que siento por estas historias, y, ¿por qué no? también objetos, e intentar transmitirla allá donde llegue, como una vez hicieron conmigo.
Andábamos por El diario de Ana Frank, que quizás supuso el paso de la infancia a la adolescencia: el dolor de esta niña judía me hizo ver que «la vida va en serio». Pronto llegaron las «lecturas académicas»: La familia de Pascual Duarte, aún en el colegio; La Regenta que una menuda profesora de literatura que me animó a leer «antes de tiempo», y justo después, los sudamericanos: Cien años de soledad abrió la veda a mi avidez lectora y, no olvido a «la diosa fluvial» de El amor en los tiempos del cólera, que mis compañeros de facultad dejaron impresa en una de mis carpetas. Tampoco quedan en el olvido el «infante difunto»; ni , por supuesto, Zavalita o la muerte de Artemio.
Tengo para mí que me marcaron profundamente Aliosha Karamazov, Hans Castorp y una Idea atormentada, delicada que compartí durante un tiempo. Siempre me acompañó Vila-Matas y su impostura, y viví durante un tiempo en una casa encendida que no se apagaba nunca.
En una época gris me abandoné a Sylvia Plath, a Alejandra Pizarnik, a Anne Sexton…, la Carson me deslumbró y descubrí con Delphine de Vigan que Nada se opone a la noche. Aprendí con un Manual de mujeres para la limpieza que algunas historias pueden brillar y celebrar la vida cotidiana, el día a día. Hasta hoy, cuando he comprendido que algunos apegos son feroces y que por más que construyamos algunas trincheras, nuestro corazón late con los libros, y son mucho más de todo esto , porque sobretodo no importa lo «yo piense de ellos, sino lo que ellos dicen de mi».
Igual en mi «historial gastronómico» relucen platos que han marcado mi existencia: el inolvidable bocadillo de nocilla que me zampaba TODAS las tardes, la nociolosa de Rayas que aún me sigue pareciendo irresistible…, sin embargo hay dos recetas saladas que son parte de mi vida y de mi historia: el pisto de mi tía y las espinacas con garbanzos de mi madre. Son las mejores del mundo, no hay nadie que las haga como ellas. Dicen que cuando se va una madre se pierden mil recetas; por eso, y por mucho más, no quiero que ellas se vayan nunca.