La niña que era yo en 1986, porque, sí, era una niña, tenía el sueño de ser una mujer como la protagonista de El rayo verde, pero no como alguien frustrado y triste, sino como una mujer independiente, fuerte y poderosa. Delphine es la protagonista de esta película de Eric Rohmer, uno de sus maravillosos cuentos, en este caso de verano, que, curiosamente, se estrenó al finalizar esa estación, en septiembre de 1986. Lo que me gusta del cine de Rohmer es tanto la sencillez de la historia y su forma de contarla, como el significado profundo y poético que podemos extraer con tan pocos recursos.
Sin embargo, El rayo verde no es sólo una película: es también la novela de Julio Verne, de donde procede precisamente la historia de la película, que no voy a destripar. Sin querer, cuando recuerdo El rayo verde, aparece una imagen en mi mente: la maravillosa obra de Matisse, La raya verde. También podría ser un rayo verde este plato que os presento hoy; será capaz de iluminarnos, al menos, todo el otoño.
Mi rayo verde en 1986 me ha traído a este presente, porque soy lo que quería ser entonces, aunque no sea lo que quiero ser ahora. Mi rayo verde en 1986 también tenía mucho que ver con los colores, con lo sensible, radiante, delicado y hermoso de la vida, sí, eso, lo habéis adivinado: mis cosas bonitas. Si algo ha aprendido la niña de 1986 es a disfrutar de esa sencillez, de los instantes, de la belleza que la vida nos acerca de la manera más inesperada, de las luces y sombras que una vida plena acarrea. Ha aprendido que nada es como nos decían en aquellos años: hay gente que siempre está y otros que se pierden en el camino; hay dolor y nostalgia, pero también agradecimiento y alegría. Es posible ver el rayo verde lejos de la playa y en la más absoluta soledad.
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